jueves, 31 de mayo de 2007

La estación de Eduardo Galeano

La estación

Achával vivía lejos, a más de una hora de Buenos Aires.
Cada mañana Acha subía al ferrocarril de las nueve para ir a trabajar. Subía siempre al mismo vagón y se sentaba en el mismo lugar.
Frente a él viajaba una mujer. Todos los días, a las nueve y veinticinco, esa mujer bajaba por un minuto en una estación, siempre la misma, donde un hombre la esperaba parado siempre en el mismo lugar. La mujer y el hombre se abrazaban y se besaban hasta que sonaba la señal de salida. Entonces ella se desprendía y volvía al tren.
Esa mujer se sentaba siempre frente a él, pero Acha nunca le escuchó la voz.
Una mañana ella no vino y a las nueve y veinticinco Acha vio, por la ventanilla, al hombre esperando en el andén. Ella nunca más vino. Al cabo de una semana, también el hombre desapareció.

De Días y noches de amor y de guerra
Eduardo Galeano

2 comentarios:

Daniel Krichman Hernandez dijo...

Hola Alejandra... que recuerdos duros me trae ese relato. Yo vivía cerca de esa estación y me tuve que ir. Anduve muchísimos años cargando con esta historia y hace apenas un año la pude escribir. Que es como separarme de ella.

Destino

“Soy oficial”, había dicho y supe que se desmayó.
Nunca le caí bien al viejo. Después de todo, yo tengo apellido judío y la flaca era su única hija. “La nena”...
Tal vez a la distancia esté cometiendo una injusticia con lo que digo, pero me resulta difícil recordar algún gesto de afecto entre nosotros. No era mal tipo, pero había sido milico.
“Soy oficial... no tirés hijo de puta, soy oficial”... Me contó la flaca que se apoyó en la puerta y se fue cayendo lentamente. Cuando llegó al piso estaba desmayado.

Recuerdo la noche del 23 de marzo. Me veo, discutiendo acaloradamente con una muchacha en el local del sindicato de actores, que por entonces estaba sobre la avenida Corrientes, creo que al 600, cerca de la calle Catamarca. Titiritera ella, descarada simpatizante del PC y portadora de una de las banderas más increíbles de la época: Videla general democrático... Ya lo habían dicho en Chile con Pinochet, tres años antes. Huelga general, decíamos, discutíamos. Se viene el golpe. Hubiéramos querido que no fuera verdad. Y sin embargo después sabríamos que muchos, demasiados, aplaudieron. Y nos fuimos a casa. La flaca y yo nos tomamos la “B”, la única línea que llegaba hasta Fisherton, en la madrugada del 24, solos y con una sensación de tristeza que no sabíamos dónde poner.

La mañana amaneció con las marchas militares y a la tristeza se le agregó un estupor metálico del que no he podido separarme después de 30 años. Ya no estamos juntos, pero entonces vivíamos en aquella casa con los viejos de ella.

Cuando miro para atrás, como ahora, me pregunto si habrá destino. Si estará escrito en alguna parte lo que le toca a cada uno. Cuántas veces la muerte me chifló la oreja en aquellos años y siguió de largo.

Al viejo tampoco le tocaba en ese momento y por eso zafó. “No tirés hijo de puta”. El tipo no le tiró, parece que se le escapó la que tenía en la recámara. Mala leche, nomás. Y el viejo se salvó porque cayó redondo al piso.

De Fisherton nos habíamos ido a vivir al centro. A un departamento seguro que muy poca gente conocía. Pero tuvimos que levantar campamento después que guardamos allí un par de días al Gordo Emilio. Me acuerdo que una madrugada empezamos a escuchar demasiado ruido unos pisos más abajo y quisimos avisarle al Gordo, pero ya no estaba. Se había esfumado. Siempre nos decía: “si yo no hiciera esto me gustaría ser ladrón o contrabandista. No debe haber nada más divertido”... Cuando lo volvimos a ver nos contó que esa noche escuchaba mucho el ascensor que subía y bajaba y eso lo puso en alerta. Se asomó al balcón y vio que estaban haciendo un operativo en el tercero. Sin dudarlo, se vistió y se mandó por la escalera. Cuando el colimba que cuidaba la salida lo paró le dijo tranquilamente: “el oficial, arriba, me dijo que bajara, nomás”... Ganó la calle y se hizo humo. A él tampoco le tenía que tocar ahí. Ese no era su destino.

La noche que nos fueron a buscar a Fisherton, empezaron a las patadas contra la puerta del taller. El viejo se levantó, prendió la luz, fue a ver qué pasaba y ahí empezaron los gritos. Uno de los tipos tenía mal puesto el seguro y se le escapó el tiro de la metra que le dio en el pecho. La bala le perforó un pulmón, el brazo izquierdo y se incrustó en el marco de la puerta. El viejo era polaco. Había servido como oficial regular durante la ocupación del ejército nazi en su tierra y alcanzó a decir: “no tirés hijo de puta, que soy oficial del ejército”... antes de caer desmayado al piso.

Me contaron de la preocupación de los tipos y de la premura para darle asistencia. Y yo imagino la golpiza que se habrá ligado cuando se enteraron que le faltó decir “polaco, oficial del ejército polaco”. Pero dicen que se salvó por eso, porque en la confusión lo llevaron rápidamente al Italiano. Quizás sea así, pero yo prefiero pensar que no le tocaba a él esa noche, que ése no era su destino, que el viejo lo sabía y por eso no dijo una sóla palabra sobre nosotros.

Alejandra dijo...

Daniel:
Gracias por tu comentario. Fueron épocas difíciles y me emocionó tu relato. Un abrazo.

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